viernes, 3 de febrero de 2012

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Todo el aire viciado que llenaba la sala no bastaba para colmar la necesidad de oxígeno que mis pulmones exigían. Los pensamientos se perdían en los recovecos de mi siempre torturada mente. No encontraba ningún atisbo de lógica a todo lo que estaba sucediéndome. Un espasmo me hizo contraerme y me llevé las manos al estómago en un intento de evitar la nausea. Perdía el control sobre mi cuerpo, y mi cabeza pareció por un momento desprenderse de mis hombros hasta ir a chocar contra el suelo. Mis intestinos, dotados ahora de vida propia, decidieron regurgitar mi última comida y me doblé nuevamente mientras que mi garganta se contraía y expulsaba las espinacas medio digeridas que habían sido mi cena, cuando por fin las nauseas pasaron y los últimos estertores de mi estómago me permitieron un momento de respiro, volví a mirar a mi oponente, a quien ahora sabía con certeza podía llamar vampira. Aquel mueble andante que tan atractivo resultaba para ciertas partes de mi anatomía, seguía con sus pupilas dilatadas fijas en mí, su rostro tenía ahora una extraña expresión, de absoluta adoración hacia mi persona. Aquello que iluminaba su deforme faz podía ser amor. Era un gesto que reconocía. Así solían ser las miradas que hombres y mujeres me dedicaban cuando todavía me mezclaba con ellos. Entonces me seducía el placer de lo prohibido, el peligro de la promiscuidad sin medida. Hasta que llegó el momento en que ni el sexo practicado en sus formas más aberrantes llegó a producirme ninguna sensación y hacía tan sólo un momento había vuelto a sentirlo. Era el placer con letras mayúsculas. Cuando Laura se alimentaba de mi me había provocado el placer genuino y absoluto en su estado más puro. En aquel momento Laura debía estar pensando lo mismo que yo, pues me miraba con ojos de ardiente amante. Entre sus muchas papadas todavía escurría el hilillo de mi sangre goteando desde sus gruesos labios de un rojo imposible. Sus amorcillados dedos se enredaron en los restos de la estropeada camisa y arrancaron en frenéticos tirones los pocos botones que hubieran resistido a mi desenfreno pasional. Se me ofrecía una alucinante visión, la de sus pechos. Comprimidos en un sujetador talla máxima y aún así escaso para su magnitud. Se entregaban exclusivos para mi deleite, mientras que la lascivia que imprimía todos sus movimientos le daba un movimiento contoneante a las caderas y se dirigía de rodillas hacia mi. Había llegado a pensar que ya nada me sorprendería, pero qué equivocado estaba. Volvía a notar cómo el apéndice de mi entrepierna se recuperaba antes que el resto de mi cuerpo y exigía mi atención inmediata a sus necesidades. Pero no tuve mucho tiempo para pensar en ello. Allí estaba de nuevo la sensación de vértigo, y una nausea incontrolable y dolorosa ascendía por mi garganta y sin darme tiempo para arquearme salió disparado un chorro a presión hacia la cara de Laura. Sólo que esta vez el contenido de mi vómito era diferente. Lo que mi cuerpo expulsaba era la poca sangre que Laura no había podido obtener y que ahora iba directa hacia su lengua ávida de alimento. Notaba cómo me encontraba más y más débil por momentos. Ya no enfocaba y sólo percibía los sonidos guturales de la vampira tragándose mi vida y los gemidos de placer que producía al lamer la sangre que había caído al suelo. que por supuesto ella no permitiría que fuese desperdiciada. La sala de exposiciones empezó a girar en un carrusel demasiado veloz para mi y se me cerraron los ojos, aunque los abrí inmediatamente cuando un objeto pesado me golpeó la cabeza. Lo cogí, era una escultura tan poco original como el resto de obras que poblaban la galería y había estado sostenida por una columna que derribó al caer. Era una especie de daga de plata que se suponía debía simbolizar la guerra. Pero mejor sería que me dejase de críticas y de elucubraciones artísticas y utilizase todas mis fuerzas en lo que ya veía como una difícil salvación. Mientras Laura había logrado deglutir toda la sangre que yo había vomitado y volvía a dirigir todo su interés hacia mí. El surco seco de mi sangre que lo atravesaba le confería un seductor aspecto de tatuaje que, no podía evitarlo, me provocaba una mayor excitación, como el bulto de mis pantalones atestiguaba. Necesitaba succionar aquel gigantesco pecho al precio que fuera. Una extraña fuerza me instaba a acercarme al cuerpo que tan encontradas sensaciones de repulsión y excitación me producía. Sentía el pantalón a punto de reventar y algunos botones habían salido disparados. La mano de Laura se ocupó rápidamente de hacer desaparecer el resto de las barreras, y empezó a frotarse contra mi órgano hinchado, produciéndome un placer sensual indescriptible. Mientras, mis labios ansiosos buscaban el pezón de su único pecho visible. Enterré mi rostro en su pecho y me cubrió por entero. Pero Laura no estaba aún satisfecha. Ella exigía más de su víctima. Bajó su cabeza con una flexibilidad y la misma ternura que su corpulencia hacían impensable y volvió a hundir sus afilados colmillos en mi cuello rendido ante mi diosa, succionando la poca sangre que aún me quedaba. De nuevo volvía a sentir como en un sueño el latir de mi corazón tan débil y más veloz, pero buscando acompasarse al mío, el potente corazón de mi amante asesina. Estaba perdiendo la conciencia e intuí que esta vez ella ya no se contentaría con dejarme el morboso placer de una larga y lenta agonía en un sucio callejón. No. Esta vez estaba decidida a llegar hasta el final. Había saboreado el acre sabor de mi sangre y no pensaba dejar una última gota aprovechable en el recipiente. De eso estaba seguro. Ese pensamiento fue como un revulsivo para mi indolencia. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo y me espabiló. Volvía a ser consciente pero sabía que me quedaban sólo escasos segundos de vida. Que incongruencia. Había dedicado tantos pensamientos a mi muerte, me la había imaginado de múltiples maneras, pero en mis sueños siempre era yo quien le ponía término a mi vida. Yo quería morir, lo deseaba, no veía razón para seguir aguantando esta existencia. Era lo que siempre había creído, pero ahora, cuando me encontraba en el momento de la verdad ya no estaba tan seguro. Quería luchar contra la pérdida final de la conciencia y no perder el control de mi ser. El momento de mi muerte lo decidiría solamente yo. y me dispuse a luchar pero... los largos años de abstinencia deportiva se estaban notando, ya no tenía fuerzas. Claro que para ser justos conmigo mismo, aún siendo el más fuerte de los mortales, Laura ya había demostrado que no era una contrincante cualquiera. y mi mente divagaba. De los comics recordaba pistolas cargadas con balas de plata. ¡ La escultura! y no la había perdido, mi mano derecha seguía aferrada a ella. Antes de perder el tiempo en pensar confié en la leyenda y haciendo acopio de mis últimas fuerzas subí la daga por encima de mi cabeza y la dejé caer con todas mis energías en su yugular . Sólo oí un ruido inexplicable y fui expulsado hacia la pared. M! pobre cabeza volvía a ser quien recibía el golpe. Pero esta vez mantendría los ojos bien abiertos, aunque yo iba a morir quería saber en que acababa la carrera de Laura. Intentaba extraerse la daga, pero sus rechonchos brazos habían perdido la poca movilidad que tenían. Se debatía furiosa en el suelo y con ello cada vez la hundía más en su cuello. Con el esfuerzo se le marcaban las venas rebosantes de mi propia sangre. Aquella era mi última oportunidad, levantarme y correr hacia la salida. ¿ Por qué no lo hice? Sin ser dueño de mis actos, me arrastré hasta el cuerpo agónico de Laura y le extraje el puñal. Un chorro de sangre me salpicó el rostro y fue a humedecer mis labios resecos ya casi sin vida. La mirada de Laura volvía a revivir de deseo concupiscente pero yo me sentía infinitamente atraído hacia su herida que misteriosamente empezaba a cerrarse. Mi boca estaba sedienta. Una sed por siglos insatisfecha. y su sangre podía aplacarla. Empecé a lamer de la herida todavía abierta como un bebé chupa la leche materna. Tenía hambre, tenía sed, no podía apagar mi ansia de tener. Mi corazón, que tan sólo un momento antes había estado a punto de detenerse empezó otra vez a ronronear con fuerza y a dejarse oír por encima del de la mujer, que se notaba cada vez más débil, pero aún vivo y se unió en un crescendo final al mío. El éxtasis del momento era inimaginable, pero el líquido vital ya no manaba tan fluidamente de la herida. Las últimas gotas de sangre ascendieron por su garganta hacia mi ávida lengua en un último beso indecente. El éxtasis alcanzaba su cumbre y mientras caía encima de su cuerpo sin vida, eyaculé, dando un merecido fin al mejor orgasmo que nunca había experimentado. Licencia Creative Commons
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