lunes, 13 de febrero de 2012

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Cerré los ojos y permanecí con Laura por algo más de media hora, tumbado junto a aquel ser que jamás olvidaría refiriéndome a él como mi fecundador y mi verdadera madre. Con los ojos cerrados me acurruqué en posición fetal, me entregué a la oscuridad buscando recuperar en ella la fuerza y la calma perdidas, satisfecho aunque no encontrase en ello el calor que reconforta al hijo recién engendrado. Me incorporé sobresaltado. Busqué con la mirada ansiosa el cuerpo sin vida de Laura que seca y retorcida, permanecía sobre el suelo suplicándome en silencio que siguiera tumbado a su lado. Poco a poco mis músculos se relajaron disfrutando de la agradable oscuridad del salón y de la atmósfera que tan íntimamente le regalaban los pequeños focos que condescendientes, mostraban a quien quisiera ver, la selecta colección de pinturas, grabados y alguna que otra torpe escultura. Me puse de pie. Un suave y agradable mareo hizo que vacilara y buscase instintivamente un apoyo. Sin yo pedírselo, el cristal de un desmesurado grabado me devolvió mi ridículo reflejo, más sucio y desordenado de lo que normalmente podía llegar a encontrarse cuando, en mi pequeño apartamento de la céntrica calle Carretas, me sorprendía la depresión y me obligaba a compartir con ella largas temporadas de infierno y olvido... Con el pecho semidesnudo y cetrino, cubierto apenas por los restos de mi abrigo y lo poco que quedaba de la camiseta y pintado con bellos dibujos de sangre seca y oxidada y deshilachados pedacitos de negro algodón, intenté cubrirme torpemente cerrando los jirones de oscura, seca y acartonada textura. Todo aquello que hasta aquel instante había amenazado con consumirse bajo la roja brasa del fuego del éxtasis, ahora parecía que comenzaba a volverse tibio y tímida pero paulatinamente se tornaba frío. Por momentos se me enfriaba la sangre y se me amorataba la carne, los alegres jugos que mi depravado órgano había liberado con una alegría propia de un adolescente desatinado, agonizaban ahora atrapados entre las fibras de mis calzoncillos y la tela de mis pantalones, cristalizando sobre mi piel y mi sexo, como el más duro y frío de los minerales. Tuve un atisbo de terror ante aquel penetrante frío que me hizo recordar lo vulnerable de la condición humana, de la que yo aún creía formar parte, y lo cerca que podía llegar a estar de perder la paz que Laura me había dado, que a modo de sutil gasa me permitía observar la realidad desde otro punto de vista, desde un nivel superior aislado de la sensación de dolor y sufrimiento. En aquel momento me sentí un ser despreciable porque no encontré ninguna razón lo suficientemente humana para justificar el hecho de haber asesinado a aquel extraño y amorfo ser que descansaba sobre el suelo, en el centro de aquel improvisado velatorio. No aceptaba aquella muerte como única solución válida, y el no admitirlo me turbaba profundamente. Consternado y encogido por el creciente frío que parecía penetrar en mí directamente desde el mismo infierno, me dirigí hacia cualquier lugar de la exposición, buscando en alguna de sus paredes la puerta de un cuarto de baño en el que poder lavarme, y quizá un ropero del que poder tomar prestado algo de abrigo con que cubrirme y protegerme si quería salir de aquel maldito lugar sin llamar demasiado la atención de algún que otro inoportuno noctámbulo que aún se arrastrara por las viejas y sucias calles del centro de Madrid. Tardé muy poco en descubrir una pequeña puerta de noble madera que se ocultaba intencionadamente detrás de un biombo multicolor. Sobre la puerta y rodeada de gastados adornos de aire modernista, había clavada una oxidada chapa en la que se podía leer la palabra PRlVADO . Satisfecho busqué ansioso el modo de abrirla. Con el pulso firme agarré la gruesa y acerada soga que penetraba en la madera atravesándola y atrapándola con un fuerte nudo, haciendo las veces de picaporte. La puerta estaba viciada, su peso la había hecho caer hacia delante deformando las bisagras que la sujetaban al quicio haciendo que su parte más baja y maltratada casi llegara a clavarse en el deslucido suelo. Agité la ajada tabla y exhalando un gemido de esfuerzo logré que cediera, inesperadamente fue devorada por un lánguido y uterino pasillo que sorprendido, me invitaba a violarlo. Permanecí quieto, intentando descubrir algo que me permitiese hacer cualquier suposición, sobre el porqué de aquel, en apariencia, absurdo e imposible capricho arquitectónico. Se abría ante mí un pasillo alto y estrecho de dimensiones tan prolongadas que resultaba imposible que pudiera estar todo él contenido dentro de la estructura del edificio sin abrir en cualquiera de sus muros exteriores un inexistente boquete. No tenía luz eléctrica y la única iluminación que recibía le llegaba desde la sala de exposiciones, era recto y perfecto hasta donde me alcanzaba la vista y se prolongaba de aquella misma manera hacia lo indiscernible. Respiré profundamente, sentí que la paz me había abandonado ya definitivamente. Allí inmóvil frente al lóbrego pasillo volví a notar como en mi interior se avivaba el imperioso deseo de huir de aquel lugar al que había acudido tras combinar sin mucho acierto la opinión de un mal crítico de arte con mi más mortal aburrimiento. Cerré los ojos apretando los párpados exageradamente, intentaba liberarme de aquella desagradable sensación que me estaba arrebatando la calma, y que me obligaba a quebrarme en dos, vomitando convulsivamente frías arcadas de aliento cargado de dolor. Era como si mi alma luchara por abandonar mi cuerpo. Las náuseas resultaban insoportables y la cabeza me estallaba de dolor. Aturdido y sin esperar a descubrir que era lo próximo que podría suceder, retrocedí. En cuanto mi vacío y agitado estómago me lo permitió tomé la decisión de dar la espalda a aquel perturbador pasillo y, con la fuerza que otorga el miedo a lo desconocido cerré la pesada puerta y su turbia imagen desapareció. Abandoné la sala pocos minutos después, despidiéndome de Laura con un tierno beso en la boca. Sin recordar mi propósito de no llamar la atención, y sin preocuparme lo más mínimo, me precipité al exterior. Una tormenta de sensaciones me inundaba, sólo deseaba descansar. Eran cerca de las tres de la mañana y las calles de aquella desapacible madrugada del viernes presentaban un aspecto triste y solitario. Una fina pero persistente capa de hielo bruñía edificios y coches, y la carretera parecía un río helado. El frío hacía que a aquellas alturas del invierno, las putas se recogieran antes y predisponía a los jóvenes a elegir pasar la noche encerrados en los diferentes y variopintos locales que se ganaban clientes a fuerza de ofrecerles una buena calefacción, mientras que los más espídicos preferían obtener aquel calor rozando sus suaves cuerpos al agitado ritmo de una música inclasificable, emborrachándose de un ambiente de sudor, droga y de un intenso y dulzón olor a humanidad. En cualquier otra circunstancia no hubiera podido evitar el contagiarme de la húmeda melancolía que se escapaba de aquella visión, de la que habría extraído más de una idea con la que ilustrar mis góticos pensamientos. Sin duda agradecí aquella soledad pero por motivos algo menos creativos. Grupos de jóvenes cruzaban las calles ebrios de frío en busca de un lugar caliente en el que resguardarse. El búho se detuvo en la populosa plaza de Jacinto Benavente haciendo allí su habitual parada. Subí al autobús sin mayor dificultad, sin llamar prácticamente la atención de los pocos ocupantes que se encogían desordenadamente en sus asientos. Animado ante la perspectiva de poder sentarme y descansar unos minutos piqué con alegría mi bonotransporte. El cacofónico tack de la máquina registradora hizo que con un acto reflejo los pasajeros me dedicasen un segundo de su tiempo. Me dirigí hacia él. Al levantar la vista sus almendrados ojos se cruzaron con los mios y todo en su rostro me sonrió. Elegí sentarme tras su asiento y durante el resto del trayecto me limité a disfrutar con su aroma y con su anónima compañía. Las puertas se abrieron y una vez más dejaron entrar una lengua de aire frío que hizo que saliera del sopor en el que me encontraba. El asiento delante del mío estaba ahora vacío y sólo quedaba en el un débil olor. Me costó darme cuenta de dónde me encontraba y qué hacía allí sentado. Me puse en pié de un salto, con el tiempo justo para darme cuenta de que aquella era mi parada. Embriagado por aquellos segundos de incertidumbre abandoné el autobús de forma poco elegante. Crucé la carretera y me encaminé hacia el portal de mi edificio. Al mismo tiempo que bajaba la calle saqué con torpes dedos el manojo de llaves que guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Al sacarlas cayó al suelo un desatinado condón. La llave penetró en el pequeño agujero de la cerradura limpiamente, y la pesada puerta se abrió con un acompasado y metálico chirriar. Reahlidad por Ana y Olga se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

viernes, 3 de febrero de 2012

3

Todo el aire viciado que llenaba la sala no bastaba para colmar la necesidad de oxígeno que mis pulmones exigían. Los pensamientos se perdían en los recovecos de mi siempre torturada mente. No encontraba ningún atisbo de lógica a todo lo que estaba sucediéndome. Un espasmo me hizo contraerme y me llevé las manos al estómago en un intento de evitar la nausea. Perdía el control sobre mi cuerpo, y mi cabeza pareció por un momento desprenderse de mis hombros hasta ir a chocar contra el suelo. Mis intestinos, dotados ahora de vida propia, decidieron regurgitar mi última comida y me doblé nuevamente mientras que mi garganta se contraía y expulsaba las espinacas medio digeridas que habían sido mi cena, cuando por fin las nauseas pasaron y los últimos estertores de mi estómago me permitieron un momento de respiro, volví a mirar a mi oponente, a quien ahora sabía con certeza podía llamar vampira. Aquel mueble andante que tan atractivo resultaba para ciertas partes de mi anatomía, seguía con sus pupilas dilatadas fijas en mí, su rostro tenía ahora una extraña expresión, de absoluta adoración hacia mi persona. Aquello que iluminaba su deforme faz podía ser amor. Era un gesto que reconocía. Así solían ser las miradas que hombres y mujeres me dedicaban cuando todavía me mezclaba con ellos. Entonces me seducía el placer de lo prohibido, el peligro de la promiscuidad sin medida. Hasta que llegó el momento en que ni el sexo practicado en sus formas más aberrantes llegó a producirme ninguna sensación y hacía tan sólo un momento había vuelto a sentirlo. Era el placer con letras mayúsculas. Cuando Laura se alimentaba de mi me había provocado el placer genuino y absoluto en su estado más puro. En aquel momento Laura debía estar pensando lo mismo que yo, pues me miraba con ojos de ardiente amante. Entre sus muchas papadas todavía escurría el hilillo de mi sangre goteando desde sus gruesos labios de un rojo imposible. Sus amorcillados dedos se enredaron en los restos de la estropeada camisa y arrancaron en frenéticos tirones los pocos botones que hubieran resistido a mi desenfreno pasional. Se me ofrecía una alucinante visión, la de sus pechos. Comprimidos en un sujetador talla máxima y aún así escaso para su magnitud. Se entregaban exclusivos para mi deleite, mientras que la lascivia que imprimía todos sus movimientos le daba un movimiento contoneante a las caderas y se dirigía de rodillas hacia mi. Había llegado a pensar que ya nada me sorprendería, pero qué equivocado estaba. Volvía a notar cómo el apéndice de mi entrepierna se recuperaba antes que el resto de mi cuerpo y exigía mi atención inmediata a sus necesidades. Pero no tuve mucho tiempo para pensar en ello. Allí estaba de nuevo la sensación de vértigo, y una nausea incontrolable y dolorosa ascendía por mi garganta y sin darme tiempo para arquearme salió disparado un chorro a presión hacia la cara de Laura. Sólo que esta vez el contenido de mi vómito era diferente. Lo que mi cuerpo expulsaba era la poca sangre que Laura no había podido obtener y que ahora iba directa hacia su lengua ávida de alimento. Notaba cómo me encontraba más y más débil por momentos. Ya no enfocaba y sólo percibía los sonidos guturales de la vampira tragándose mi vida y los gemidos de placer que producía al lamer la sangre que había caído al suelo. que por supuesto ella no permitiría que fuese desperdiciada. La sala de exposiciones empezó a girar en un carrusel demasiado veloz para mi y se me cerraron los ojos, aunque los abrí inmediatamente cuando un objeto pesado me golpeó la cabeza. Lo cogí, era una escultura tan poco original como el resto de obras que poblaban la galería y había estado sostenida por una columna que derribó al caer. Era una especie de daga de plata que se suponía debía simbolizar la guerra. Pero mejor sería que me dejase de críticas y de elucubraciones artísticas y utilizase todas mis fuerzas en lo que ya veía como una difícil salvación. Mientras Laura había logrado deglutir toda la sangre que yo había vomitado y volvía a dirigir todo su interés hacia mí. El surco seco de mi sangre que lo atravesaba le confería un seductor aspecto de tatuaje que, no podía evitarlo, me provocaba una mayor excitación, como el bulto de mis pantalones atestiguaba. Necesitaba succionar aquel gigantesco pecho al precio que fuera. Una extraña fuerza me instaba a acercarme al cuerpo que tan encontradas sensaciones de repulsión y excitación me producía. Sentía el pantalón a punto de reventar y algunos botones habían salido disparados. La mano de Laura se ocupó rápidamente de hacer desaparecer el resto de las barreras, y empezó a frotarse contra mi órgano hinchado, produciéndome un placer sensual indescriptible. Mientras, mis labios ansiosos buscaban el pezón de su único pecho visible. Enterré mi rostro en su pecho y me cubrió por entero. Pero Laura no estaba aún satisfecha. Ella exigía más de su víctima. Bajó su cabeza con una flexibilidad y la misma ternura que su corpulencia hacían impensable y volvió a hundir sus afilados colmillos en mi cuello rendido ante mi diosa, succionando la poca sangre que aún me quedaba. De nuevo volvía a sentir como en un sueño el latir de mi corazón tan débil y más veloz, pero buscando acompasarse al mío, el potente corazón de mi amante asesina. Estaba perdiendo la conciencia e intuí que esta vez ella ya no se contentaría con dejarme el morboso placer de una larga y lenta agonía en un sucio callejón. No. Esta vez estaba decidida a llegar hasta el final. Había saboreado el acre sabor de mi sangre y no pensaba dejar una última gota aprovechable en el recipiente. De eso estaba seguro. Ese pensamiento fue como un revulsivo para mi indolencia. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo y me espabiló. Volvía a ser consciente pero sabía que me quedaban sólo escasos segundos de vida. Que incongruencia. Había dedicado tantos pensamientos a mi muerte, me la había imaginado de múltiples maneras, pero en mis sueños siempre era yo quien le ponía término a mi vida. Yo quería morir, lo deseaba, no veía razón para seguir aguantando esta existencia. Era lo que siempre había creído, pero ahora, cuando me encontraba en el momento de la verdad ya no estaba tan seguro. Quería luchar contra la pérdida final de la conciencia y no perder el control de mi ser. El momento de mi muerte lo decidiría solamente yo. y me dispuse a luchar pero... los largos años de abstinencia deportiva se estaban notando, ya no tenía fuerzas. Claro que para ser justos conmigo mismo, aún siendo el más fuerte de los mortales, Laura ya había demostrado que no era una contrincante cualquiera. y mi mente divagaba. De los comics recordaba pistolas cargadas con balas de plata. ¡ La escultura! y no la había perdido, mi mano derecha seguía aferrada a ella. Antes de perder el tiempo en pensar confié en la leyenda y haciendo acopio de mis últimas fuerzas subí la daga por encima de mi cabeza y la dejé caer con todas mis energías en su yugular . Sólo oí un ruido inexplicable y fui expulsado hacia la pared. M! pobre cabeza volvía a ser quien recibía el golpe. Pero esta vez mantendría los ojos bien abiertos, aunque yo iba a morir quería saber en que acababa la carrera de Laura. Intentaba extraerse la daga, pero sus rechonchos brazos habían perdido la poca movilidad que tenían. Se debatía furiosa en el suelo y con ello cada vez la hundía más en su cuello. Con el esfuerzo se le marcaban las venas rebosantes de mi propia sangre. Aquella era mi última oportunidad, levantarme y correr hacia la salida. ¿ Por qué no lo hice? Sin ser dueño de mis actos, me arrastré hasta el cuerpo agónico de Laura y le extraje el puñal. Un chorro de sangre me salpicó el rostro y fue a humedecer mis labios resecos ya casi sin vida. La mirada de Laura volvía a revivir de deseo concupiscente pero yo me sentía infinitamente atraído hacia su herida que misteriosamente empezaba a cerrarse. Mi boca estaba sedienta. Una sed por siglos insatisfecha. y su sangre podía aplacarla. Empecé a lamer de la herida todavía abierta como un bebé chupa la leche materna. Tenía hambre, tenía sed, no podía apagar mi ansia de tener. Mi corazón, que tan sólo un momento antes había estado a punto de detenerse empezó otra vez a ronronear con fuerza y a dejarse oír por encima del de la mujer, que se notaba cada vez más débil, pero aún vivo y se unió en un crescendo final al mío. El éxtasis del momento era inimaginable, pero el líquido vital ya no manaba tan fluidamente de la herida. Las últimas gotas de sangre ascendieron por su garganta hacia mi ávida lengua en un último beso indecente. El éxtasis alcanzaba su cumbre y mientras caía encima de su cuerpo sin vida, eyaculé, dando un merecido fin al mejor orgasmo que nunca había experimentado. Licencia Creative Commons
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